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miércoles, 22 de mayo de 2024
Patrick, el niño que quería una bicicleta
La mujer de la camiseta de rayas en la foto es Ana, Ane Bjøru. Trabajó como gestora de salud mental en Médicos Sin Fronteras durante el brote histórico de ébola de 2014 que mató a 11.000 personas. Ella dejó escrita esta historia, la del día en que conoció a Patrick, un niño de 6 años que contrajo la enfermedad.
Liberia, 31 de agosto de 2014
Liberia está dividida por una doble valla naranja. La construimos para mantener la enfermedad a raya. Para separarnos a nosotros (los sanos, los privilegiados) de ellos (los enfermos, los necesitados). Para sentirnos menos mortales.
Patrick está dentro. Yo estoy fuera.
Le veo todos los días. Nos sonreímos y saludamos. Patrick no es más que un niño, pero se pasa el día con hombres cinco veces mayores que él, como si tratara de compensar el hecho de que es demasiado joven para morir. Acaba de perder a su madre, pero su padre está ahí con él, en este horrible lugar.
Todos los días me digo a mí misma: “Ane, no dejes que Patrick te robe el corazón. Este niño no pertenece al mundo de los vivos. Estará aquí una semana y, después, se irá para siempre. ¿Cómo vas a hacer tu trabajo una vez que Patrick se haya ido? ¿No recuerdas con lo que te estás enfrentando aquí? La gente al otro lado de la valla no regresa a este lado. Sabes que es peligroso acercarse”.
Me lo repito todos los días y nunca me escucho. Es imposible no buscar su sonrisa ladeada cada vez que llego a trabajar por la mañana. No puedo resistir saludarle, escrutar su rostro y su expediente médico intentando desesperadamente encontrar cualquier detalle que me dé esperanzas de que está mejorando. Alguna señal que me permita albergar la ilusión de que algún día podremos jugar sin las dificultades que supone llevar mascarilla, gafas protectoras y doble guante.
Es entonces cuando llega la horrible mañana. Esa para la cual me intenté preparar. La mañana en la que Patrick ya no me saluda. Miro a través de la valla y allí está, tumbado en un colchón a la sombra. Me preparo. Me temo lo peor.
Todos los días me digo: “Ane, no dejes que Patrick te robe el corazón. Este niño no pertenece al mundo de los vivos”:
—Patrick, amigo, no tienes buena cara. Me preocupa verte así. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Patrick levanta la mirada y susurra algo. Me acercó a él con mi voluminoso traje espacial. “¿Qué ha dicho?”, me pregunto.
—¿Me puedes conseguir una bicicleta?, me dice.
¡Ay, Patrick!, ¿dónde conducirías tu bicicleta? Ahora estás rodeado de vallas naranjas y nunca aprenderás a montar en bici.
Salgo de la zona de aislamiento. No quiero empezar a llorar dentro de las gafas. Me odio a mí misma por haber conocido a este niño. ¿Por qué no me quedé en casa? Me prometo a mí misma que conseguiré un trabajo normal.
A la mañana siguiente, algo me empuja a volver. Patrick me reconoce:
—Veo a mi amiga. ¡Pero no veo mi bicicleta!
No puedo decirle que no pensaba que sobreviviría la noche. Intento encontrar las palabras adecuadas. ¿Puedo decir que se me olvidó? Patrick me mira con severidad.
—La señorita olvida, ¡pero el hombre no!
Ser dado de alta en un centro para pacientes de ébola resulta confuso. Tras semanas rodeado de personas que tienen miedo a acercarse, de repente todos quieren abrazarte. En las raras ocasiones en las que un paciente se recupera, le proporcionamos un certificado que acredita que ha superado la enfermedad, que el análisis demuestra que es negativo para el virus del ébola.
Aquí está Patrick Poopel, de pie, en mi lado de la valla, sonriendo tímidamente con su certificado de alta, preparado para aprender a montar en bici.
Queremos repetir muchas historias como esta y para eso te necesitamos. ❤️
Nuestros equipos trabajan para dar información y asistencia médica y psicológica a personas afectadas por enfermedades y virus tropicales. Ayúdanos a continuar nuestra labor.
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