Yo mismo abrí los cimientos
con pico, guataca y pala,
en aquel trozo de erial
que de padre un día heredara,
y fui llenando las cepas
con la roca calcinada
de otro volcán, ya extinguido,
que años ha robó la calma
a la Benahoare hermosa
adornándola de lava,
inequívoca señal
de ser por Vulcano amada.
Y levanté las paredes,
y puse techo a la casa,
que hasta esta noche de infierno
fue nuestra humilde morada.
También les hice un corral
al bardino y a las cabras
y planté, pegado a un teste,
rosales, claveles, calas,
que Nievita, mi mujer,
con tanto amor las regara.
Mis manos fuertes de joven
la albearon con cal blanca,
y jamás falté al empeño
de dejarla inmaculada
las vísperas de la fiesta
cuando el pueblo se engalana
en honor a su patrona
y en las calles y en la plaza
banderitas de papel
ondean en hilos de bala.
Ayer, antes de salir,
Nievitas hizo la cama,
y recogió los juguetes
de los nietos en la caja.
Dejamos todo en su sitio,
cerramos puertas, ventanas;
nos miramos a los ojos
para darnos esperanzas
de que habrá otros despertares
otras nuevas madrugadas
aquí en nuestra habitación,
aquí, en nuestra hermosa casa,
donde criamos seis hijos
y ahora hemos de abandonarla
porque un volcán impetuoso
nos amedrenta, amenaza
con destrozar nuestro pueblo
y sepultarlo en su lava.
El hombre está cabizbajo
en un lugar de la grada
del complejo deportivo
Nievitas con él, lo abraza,
pero nada los consuela
porque perdieron su casa.
Consumió el fuego recuerdos;
ardió el ropero, la cama,
los retratos, las cortinas,
y la cajita de lata
donde guardaba sus hilos
la mujer junto a una estampa
de la virgen de Las Nieves,
la patrona de La Palma.
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